SEIS AÑOS DE SOLEDAD...

Breves nostalgias sobre Juan Rulfo

Gabriel García Marquez y Juan Rulfo en su homenaje, en 1980. /centrogabo.org


 Gabriel García Márquez

Yo vivía en un apartamento sin ascensor de la calle Renán, en la colonia Anzures, con Mercedes y Rodrigo, que entonces tenía menos de dos años. Teníamos un colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto, y una mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas únicas que servían para todo. Habíamos decidido quedarnos en esta ciudad que todavía conservaba un tamaño humano, con un aire diáfano y flores de colores delirantes en las avenidas, pero las autoridades de inmigración no parecían compartir nuestra dicha. La mitad de la vida se nos iba haciendo colas inmóviles, a veces bajo la lluvia, en los patios de penitencia de la Secretaría de Gobernación. En las horas que me sobraban escribía notas sobre la literatura colombiana que transmitía de viva voz por la Radio Universidad, dirigida entonces por Max Aub. Eran unas notas tan sinceras, que el embajador de Colombia llamó un día por teléfono a la emisora para sentar una protesta formal. Según él, las mías no eran notas sobre la literatura colombiana, sino contra la literatura colombiana. Max Aub me llamó a su despacho, y yo pensé que aquel era el final del único medio de supervivencia que había logrado conseguir en seis meses. Pero ocurrió lo contrario.El descubrimiento de Juan Rulfo –como el de Franz Kafka– será sin duda un capítulo esencial de mis memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de muerte –2 de julio de 1961–, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Era muy raro. En primer término, porque en aquella época yo me mantenía muy al corriente de la actualidad literaria, y en especial de la novela en las Américas. En segundo término, porque los primeros con quienes hice contacto en México fueron los escritores que trabajaban con Manuel Barbachano Ponce en su Castillo de Drácula de las calles de Córdoba, y con los redactores del suplemento literario de Novedades, que dirigía Fernando Benítez. Todos ellos conocían muy bien a Juan Rulfo, al contrario de lo que ocurre con los clásicos grandes, es un escritor que no se lee mucho pero del cual se habla muy poco.
–No he tenido tiempo de oír el programa –me dijo Max Aub–. Pero si es como dice tu embajador, debe ser muy bueno.
Yo tenía treinta y dos años, había hecho en Colombia una carrera periodística efímera, acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París, y ocho meses en Nueva York, y quería hacer guiones de cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella época era similar al de Colombia, y me encontraba muy bien entre ellos. Seis años antes había publicado mi primera novela, La Hojarasca, y tenía tres libros inéditos: El coronel no tiene quien le escriba, que apareció por esa época en Colombia; La Mala Hora, que fue publicada por la editorial Era poco tiempo después a instancias de Vicente Rojo, y la colección de cuentos de Los Funerales de la Mamá Grande. Sólo que de este último no tenía sino los borradores incompletos, porque Álvaro Mutis le había prestado los originales a nuestra adorada Elena Poniatowska, antes de mi venida a México, y ella los había perdido. Más tarde logré reconstruir todos los cuentos, y Sergio Galindo los publicó en la Universidad Veracruzana a instancias de Álvaro Mutis.
De modo que era ya un escritor con cinco libros clandestinos. Pero mi problema no era ese, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso sino para que mis amigos me quisieran más, y eso creía haberlo conseguido. Mi problema grande de novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin salida, y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocía bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino, y sin embargo me sentía girando en círculos concéntricos. No me consideraba agotado. Al contrario: sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes, pero no concebía un mundo convincente y poético de escribirlos. En esas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:
– ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!
Era Pedro Páramo.
Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá –casi diez años atrás– había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en Llamas, y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: “La herencia de Matilde Arcángel”. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.
No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos: podía recitar el libro completo, al derecho y al revés, sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.
Carlos Velo me encomendó la adaptación para el cine de otro relato de Juan Rulfo, que era el único que yo no conocía en aquel momento: El Gallo de Oro. Eran 16 páginas muy apretadas, en un papel de seda que estaba a punto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. Aunque no me hubiera dicho de quién era, lo habría sabido de inmediato. El lenguaje no era tan minucioso como el del resto de la obra de Juan Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel personal volaba por todo el ámbito de la escritura. Más tarde, Carlos Verlo y Carlos Fuentes me invitaron a hacer una revisión crítica de la primera adaptación de Pedro Páramo para el cine.
Menciono estos dos trabajos cuyo resultado final estuvo muy lejos de ser bueno porque ellos me obligaron a profundizar todavía más en una obra que sin duda ya conocía mejor que el propio autor. A quien, por cierto, no conocí en persona sino varios años después.
Carlos Velo había hecho algo sorprendente: había recortado los fragmentos temporales de Pedro Páramo, y había vuelto a armar el drama en un orden cronológico riguroso. Como simple recurso de trabajo me pareció legítimo, aunque el resultado era un libro distinto: plano y descosido. Pero me fue muy útil para una comprensión mejor de la carpintería secreta de Juan Rulfo, y muy revelador de su insólita sabiduría.
Había dos problemas esenciales en la adaptación de Pedro Páramo. El primero era el de los nombres. Por subjetivo que se crea, todo nombre se parece de algún modo a quien lo lleva, y eso es mucho más notable en la ficción que en la vida real. Juan Rulfo ha dicho, o se lo han hecho decir, que compone los nombres de sus personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco.
Lo único que se puede decir a ciencia cierta es que no hay nombres propios más propios que los de la gente de sus libros. A mí me parecía imposible –y me sigue pareciendo– encontrar jamás un actor que se identificara sin ninguna duda con el nombre de su personaje.
El otro problema –inseparable del anterior– era de las edades. En toda su obra, Juan Rulfo ha tenido el cuidado de ser muy descuidado en cuanto a los tiempos de sus criaturas. Narciso Costa Ros ha hecho hace poco una tentativa fascinante de establecerlos en Pedro Páramo. Yo siempre había pensado, por pura intuición poética, que cuando Pedro Páramo logró por fin llevar a Susana San Juan a su vasto reino de la Media Luna, ella era ya una mujer de sesenta y dos años. Pedro Páramo debía ser unos cinco años mayor que ella. En realidad, el drama me parecía más grande, más terrible y hermoso, si se precipitaba por el despeñadero de una pasión senil sin alivio. Las edades establecidas para ambos por Costa Ros no son las mismas, pero no están muy lejos de las que yo había supuesto. Semejante grandeza poética era impensable en el cine. En las salas oscuras, los amores de ancianos no conmueven a nadie.
Lo malo de esos preciosos escrutinios, es que las razones de la poesía no son siempre las mismas de la razón. Los meses en que ocurren ciertos hechos son esenciales para el análisis de la obra de Juan Rulfo y yo dudo de que él fuera consciente de eso. En el trabajo poético –y Pedro Páramo lo es en su más alto grado– los autores suelen invocar los meses por compromisos distintos del rigor cronológico. Más aún: en muchos casos se cambia el nombre del mes, del día y hasta del año, sólo por eludir una rima incómoda, oír una cacofonía, sin pensar que esos cambios pueden inducir a un crítico a una conclusión terminante. Esto ocurre no sólo con los días y los meses, sino también con las flores. Hay escritores que se sirven de ellas por el prestigio puro de sus nombres, sin fijarse muy bien si corresponden al lugar o a la estación. De modo que no es raro encontrar buenos libros, donde florecen geranios en la playa y tulipanes en la nieve. En Pedro Páramo, donde es imposible establecer de un modo definitivo dónde está la línea de demarcación entre los muertos y los vivos, las precisiones son todavía más quiméricas. Nadie puede saber, en realidad, cuánto duran los años de la muerte.

He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros, y que por eso me era imposible escribir sobre él sin que todo esto pareciera sobre mí mismo. Ahora quiero decir también que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias, y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez. No son más de trescientas páginas, pero son casi tantas, y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles.

Los dormidos y los muertos

Desde una prosa matizada de poesía, Gustavo López Ramirez, entrega su ópera prima de novela, Los dormidos y lo muertos
Los dormidos y los muertos, portada.Rey Naranjo Editores.


Gustavo López Ramirez, escritor colombiano, autor Los dormidos y los muertos.

Con el pretexto de la muerte natural del conservador y falangista político Laureano Gómez, quien en vida convirtió el país colombiano, en una “república invivible” de aquellos años, y fue el gestor ideológico de la llamada Violencia conservadora contra los liberales; López Ramirez, En los dormidos y los muertos, nos recrea- no en el sentido del entretenimiento-  sino en realizar el retrato amplio y social de aquella sociedad rezandera, intolerante, y muy católica en asumir la Historia cómo ésta penetra en la vida de los personajes, en este caso, en el peluquero fanático conservador, Deogracias Almanza;  quien después de participar en la matanza de varios liberales en Pamplona, para evadir la justicia huye con sus hijos y esposa a  Manizales. Los Almanza, encabezada por el barbero conservador fanático de Laureano Gómez, Deogracias; Álvaro Pio único hijo que sigue el oficio de su  padre; el  hijo que abandona el seminario para abrazar la lucha guerrillera, León, y un hijo menor, Eccehomo, que sigue los pasos de su hermano. Y las mujeres, Adelaida, la esposa, las hijas, Antonieta y Elena.
López Ramirez se vale de licencias poéticas en entronizar a Laureano Gómez, para mostrarlo en un semblante humano, a pesar de denominarlo El Monstruo, como efectivamente era reconocido despectivamente por los liberales de la época.
La novela nos relata con una prosa torrentosa  matizada de poesía, la vida familiar de los Almanza, donde la misa, y la religión católica eran centro y esencia de la llamada ciudadanía creyente; las incidencias de sucesos sangrientos de los llamados bandoleros. Además, nos presenta, la vida urbana de una de las ciudades colombianas más hispanistas desde donde se la miré, conservadora y profundamente católica: Manizales.
Por fin hallo, como lector de novelas, un relato novelesco, desprovisto en la enunciación del relato, de tics provincianos, y que su trama atraviesa desde el principio del siglo XX, y los  más violentos años, en la llamada Violencia  partidista de los liberales y conservadores, que después del denominado Frente Nacional cuando las élites deciden distribuirse alternado el poder y excluyente de las nuevas fuerzas políticas, se transformó en una guerra ideológica y de  clases con los inicios de la lucha armada de las FARC y el ELN, donde el cura guerrillero Camilo Torres va a tener una incidencia crucial en los personajes, que aún se sienten los rigores de su accionar guerrillero, en esa violencia sempiterna de Colombia.

Muchos años después...



 
Gabriel García Márquez, escritor colombiano, autor de Cien años de soledad, Premio Nobel de Literatura de 1982.
Muchos años después, frente al teclado del computador, el escritor había de recordar aquella tarde remonta cuando empezó a leer Cien años de soledad. La leyó en unas vacaciones escolares del bachillerato, después de comprarla regateando el precio: sesenta sucres de la época le costó,  en una librería. El librero me entregó un ejemplar de la mítica edición de soles y cabezas con la letra e invertida de libros usados en la ciudad de Quito, Ecuador Al lado había una cafetería y entró y pedió unas humitas, envueltos de maíz, muy suaves al paladar y con café negro. Y se hundió en la lectura embrujadora de la saga de los Buendía. A las diez de la noche el mismo mesero que lo atendió le dijo que  ya cerraban. Pagó y salió ya embrujado de la prosa garciamarquiana, que tanto había leído nombrar en tantísimos suplementos literarios de los periódicos colombianos de la época. El nombre del autor se repetía tanto, porque era un periodista reconocidísimo por sus crónicas y reportajes y  su obra literaria también ya ocupaba  un merecidísimo puesto renovador en la anacrónica y revenida literatura colombiana de esos días. Además, era inolvidable acordarse de la primera vez que lo leyó encantado, en un cuento: La prodigiosa tarde de Baltazar, que le dio a conocer su hermana. Desde ese corto texto quedó maravillado de la forma de contar y siguió leyendo toda su obra en el orden de sus publicaciones. Así, pues, llegó la hora de ocuparse en leer Cien años… que era la obra que le faltaba, y lo hizo en esas vacaciones anuales, cuando  volvía a su ciudad natal, Ipiales, La Ciudad de las Nubes Verdes, y se ocupaba en leer algo en las horas muertas. Recuerda que en la larga travesía del viaje al Sur profundo, tenía entre manos un  abstruso texto marxista de economía política, pero el embrujo de la prosa de Gabriel García Márquez lo puso en una especie de sortilegio encantado que duró quince días intensos en leerse la novela. Y cuando la terminó. Cerró el libro y se dijo que en seis meses en Bogotá la volvería a leer para precisar los nombres que se repiten y  a veces, lo confundían, pero después  halló la forma en que el propio autor los nombra para que el lector igualmente no se confunda.
Desde esa tarde remota de Quito, cuando el librero, le dijo: la novela de su paisano Gabriel García Márquez; la ha leído cuarenta y una veces, recordando vivamente episodios del texto narrativo, de la forma que el autor construyó su relato, trasmutando la vida de su familia, creando personajes inolvidables; recuerda, que en la carrera quince con calle ochenta y cuatro, había una boutique de ropa femenina, llamada Pilar Ternera cuyo nombre en el luminoso aviso estaba escrito en la rigurosa letra palmer con un traslucido rosado de fondo en grandes letras negras. Y el nombre del pueblo de Macondo, iniciaba a generalizarse, y hasta a crearse derivaciones de su nombre por las situaciones tan singulares, que se dice macondiano: propio de los colombianos. Y entonces se empezó también a señalar situaciones tan maravillosas de lo cotidiano, como del realismo mágico, que algún desocupado crítico literario le dio en categorizar la literatura de Gabriel García Márquez.
En el año de mil  novecientos setenta y cinco cuando publica El otoño del patriarca, y  el personaje de esta crónica, le dio por llamar a la sede de la revista Alternativa, con el pretexto de preguntarle al autor, cómo se escribe un cuento. Le contestó una voz de hombre, que no se identificó, le dijo: Por favor con Gabriel García Márquez. No está, no ha llegado, quién lo llama, le contestó una voz de hombre. Es para preguntarle, cómo se escribe un cuento. Llámelo después de las dos de la tarde,(eran las once la mañana cuando llamó) y le pregunta personalmente a él. Después ya no llamó, se olvidó de llamarlo para preguntarle, cómo se escribe un cuento.
Vivía en Caracas, en 1984 cuando se enteró que Gabriel García Márquez era invitado  del gobierno colombiano por su amigo político y poeta presidente Belisario Betancur, al homenaje que el gobierno venezolano le hacía al Libertador Simón Bolívar, donde Venezuela botó literalmente la casa por la ventana del derroche y fasto para la celebración al Padre de la Patria de cinco naciones.
Hizo un detectivismo particular con Gabo, ya se había encariñado y guardaba el ejemplar de Cien años de soledad leído y releído tantas veces para que me lo autografiara. Llegó a la recepción del lujoso hotel Hilton donde se hospedaba toda la comitiva colombiana que asistía al homenaje bolivariano. Preguntó con total desenfado por si habían visto a Gabriel García Márquez, y una linda recepcionista caraqueña le respondió que ya había salido.
En los días siguientes leyó una crónica publicada en El Nacional de Caracas, cómo Gabriel García Márquez estuvo en Bello Monte en una arepera comiendo arepas rellenas y hablando de todo un poco con un periodista amigo de nombre Manuel Pulido. Y ya no estaba en Caracas, se había ido junto con la comitiva presidencial colombiana.
Quedó mordido de la frustración y esperó tranquilo varios años. Estando otra vez en Bogotá. Además, que  estrenaba paternidad, le comentó a la madre de su hija Irene Marcela, que Gabriel García Márquez asistiría al homenaje que la Casa de Poesía Silva, que dirigía la poeta suicida María Mercedes Carranza le hacía al expresidente poeta Belisario Betancur en su cumpleaños. Transcurría el año de 1993.
Salieron con la mamá que cargaba aún de brazos a Irene Marcela en el mismo taxi desde donde  pudo distinguir el viejo Mercedes negro de Carlos Lleras Restrepo mientras avanzaba en la Carrera Tercera que asistió también a la velada de poesía.
La mamá de su  hija Irene Marcela siguió hacia la casa de una amiga que entonces residía en el viejo e histórico barrio colonial de La Candelaria. Se bajó en las inmediaciones de La Casa de Poesía Silva, donde habían sacado unos altavoces y en los alrededores de la calle estaba atestado de curiosos y lagartos a montón entre los cuales se integraba. Eran les seis de la tarde. El tiempo pasaba. Releía páginas de Cien años de soledad para entretenerse por la espera. La madre de su hija Irene Marcela llegó  a las horas con la niña que dormía. Y viron llegar el Mercedes negro de Carlos Lleras Restrepo. Lo cual no se equivocaba que asistía también al homenaje del poeta y colega expresidente Belisario Betancur. El frío hacía estragos por la espera en la calle llena de curiosos y nada. Pero hacia las diez de la noche dos motorizados asomaron sus luces de escolta y apareció detrás un Mercedes blindado color café de donde bajó Gabriel García Márquez junto con Mercedes, su esposa que fueron recibidos por María Marcedes Carranza. La madre de su hija Irene Marcela se puso a un lado de la puerta de entrada, y Gabriel García Márquez al verla dijo es una niña. Mientras tanto  se acercó a doña María Mercedes Carranza con el libro Cien años de soledad en la mano y le pidió el favor de ser posible decirle al maestro García Márquez de un autógrafo. La poeta suicida captó rápidamente que ellos dos éramos los padres de la criatura y escoltados por dos guardias corpulentos a los que les hizo señas de dejarlos seguir, entraron al patio de la casa. Irene Marcela, la bebé se despertó, y había una joven bastante gomela que al ver a la bebé despertarse,  empezó a  decir una y otra vez, es que es perfecta, es perfecta. María Mercedes Carranza buscó a Gabriel García Márquez.  Observó  que los asistentes, era la crema y nata de la mentada oligarquía colombiana, poetas de la alcurnia, renombrados políticos y gente del montón como mi mujer y yo pero Irene Marcela, la bebé, causaba cierta curiosidad entre tantos adultos. Entonces Gabriel García Márquez llevado por María Mercedes  Carranza le pidió el libro, al abrirlo vio que le había pegado una estampilla que le sacó Adpostal en Homenaje al Premio Nobel de 1982.  Yo nunca pude tener una de estas estampillas, dijo al ver pegada la estampilla. Él pensó en sus adentros que  no iba a despegar la estampilla para dañar el libro para darle gusto al Nobel. Preguntó que cómo se llamaba la niña, Irene Marcela, le dijo la mamá. Entonces escribió “Para Irene(la paz) Marcela de su padres felices” Gabo. Le recibió el libro y pudo verlo, al autor, que estaba algo ebrio. Mercedes, su esposa, se acercó y se lo llevó hacia otro grupo. María Mercedes Carranza, les dio a entender que ya habían obtenido el autógrafo, así que abandonarán. Salieron contentos con el autógrafo. La madre de la niña, decía una y una vez cómo supo él que era una niña. Cómo lo supo.
Por esa misma época la embajada de México montó un local de librería, restaurante y almacén de artesanías en la denominada Zona Rosa que se llamó Casa de México, en Bogotá. De tanto en tanto iba allí a curiosear. Por esos días sabía que Carlos Fuentes, amigote y compadre de Gabriel García Márquez acababa de publicar uno de sus tantos libros y andaba de gira internacional promocionándolo. Un par de periodistas del diario El Espectador le hacían una entrevista. Prevenido busqué entre los libros de mi personal biblioteca y busqué Aura, una novela breve magistral de Fuentes para el consabido autógrafo. En una mesa el novelista mexicano daba su opiniones de esto y lo otro, que  recuerdaba que decía una y otra vez que el tiempo es cabrón. Cuando los periodistas terminaron la entrevista, les pidió que le regalara el autógrafo, se sorprendió de hallar una edición tan vieja de editorial Era, y de cariño le regaló dos libros de sus discursos. Se quedó contento y seguió allí en la librería viendo libros de sicología infantil. De pronto sentió al lado  una sombra, al regresar a ver, observó que era el maestro Gabriel García Márquez, y al descubrirlo le dijo, Usté por aquí Maestro. Él dijo, No ve que estamos en Macondo. Yo le iba a decir que si, por supuesto que estamos en Macondo. Y un chaperón  sapo con la cabeza totalmente rapada se acercó y se lo llevo del  brazo hacia el interior de la casa. Esos fuero.n mis momentos tras Gabo.
El libro de Cien años de soledad, alguien se lo alzó entre tanta trashumancia de desarraigo urbano metido en esta ciudad de los espejismos: Bogotá, el páramo alucinado

Cincuenta años de soledad multitudinaria

Cincuentaños de soledad multitudinaria
Le tenía cierta prevención al libro, porque guardaba el aura innegable de ser un best seller  y asumí leerla en el orden de las publicaciones que hasta entonces había publicado el autor

Primer capítulo de 'Cien años de soledad' publicado en 'El Espectador', de Bogotá.


Mi memoria conserva una nebulosa de recuerdos cuando fui voceador de periódicos y revistas y tengo muy vivo el momento, que en el paquete de ejemplares de El Espectador, en el suplemento literario,  Magazine Dominical, apareció Cien años de soledad. Yo tenía nueve años y la publicación fue el primero de mayo de 1966.Pero pasó inadvertida para mi infantil gusto de lector. Me gustaba más leer las aventuras de Santo, El enmascarado de plata, en las ediciones gráficas e ilustradas de  lo que hoy es boom mundial de la llamada novela gráfica.
En el año de 1973, mi hermana me entregó para leer el cuento La prodigiosa tarde de Baltazar. Como ya sabía, que tarde o temprano asumiría la escritura, me dediqué a leer a ese escritor nombradísimo que cada vez  más figuraba en los suplementos literarios y su mención notoria y notable permanentemente de su novela célebre Cien años de soledad. Le tenía cierta prevención al libro, porque guardaba el aura innegable de ser un best seller  y asumí  leerla en el orden de las publicaciones que hasta entonces había publicado el autor.
Me llegó la hora de leer la novela, porque ya había agotado leyendo toda su obra y era la única que me faltaba. La leí en quince días,fascinado en unas vacaciones escolares en el año de 1975, que también fue el año de la publicación de El otoño del patriarca
Es inolvidable cómo fue que escogí comprar en una librería de  libros usados de Quito. Pregunté: Tiene Cien años de soledad  y el librero al oír mi acento colombiano, me dijo: "De su paisano García Márquez". Pagué sesenta sucres de la época, en ese regateo infaltable de todo lector consumado.Me entregó un ejemplar de la mítica edición de soles y cabezas con la letra e invertida. Al lado había una cafetería y entré y pedí unas humitas, envueltos de maíz, muy suaves al paladar y con café negro. Y me hundí en la lectura embrujadora de la saga de los Buendía. A las diez de la noche el mismo mesero que me atendió me dijo que  ya cerraban. Pagué y salí ya embrujado de la prosa garciamarquiana.
Me confundían los José Arcadios y los Aurelianos.A los seis meses justos volví a releerla.Desde entonces , desde esa tarde y noche remota, la he leído cuarenta veces. Me volví un entusiasta gabófilo y ahora soy un gabólogo consumado, en este sencillo homenaje a los Cincuenta años de soledad multitudinaria de su publicación en Buenos Aires.

Andrés Caicedo, que te fuiste a los cielos ya cuarenta años

El recuerdo más vivo que tengo de Andrés Caicedo, es de un sábado de 1977
Andrés Caicedo, autor colombiano, que decidió su propia muerte, hace 40 años.

Portada de ¡Qué viva la música! en la edición original de Colcultura.

Yo había ido al sotano del edificio de Avianca, en la calle dieciseis con carrera Séptima, a retirar cartas, pero no había nada, y al salir vi que se adelantaba un hombre joven  alto, melenudo, cubierto con una ruana color marrón de lana virgen. Me dije, ese es Andrés Caicedo. El hombre daba largas zancadas y me tocaba acelerar el paso para cerciorarme de que si era él. El jueves de esa la semana,  lo había visto en un programa cultural que se llamaba Paginas de Colcultura, y lo entrevistó Juan Gustavo Cobo Borda, el director y editor de su novela ¡Qué viva la música! Y lo que más recuerdo que dijo una variante de un juego de palabras parecidas a una minificción, que dice: 
¡Ay José, así  no se puede hacer!
¡Ay José, así  no se puede!
¡Ay José, así  no sé!
¡Ay José, así  no!
¡Ay José, así!
¡Ay José!
¡Ay!
Son de Cabrera Infante y se llama Canción cubana. 

Y Andrés andaba rápido, me tocaba acelerar mi paso, pero un semáforo lo detuvo, y cerquita lo vi que llevaba en su sobaco sostenidas varias revistas de Ojo al cine. Entonces ya comprobaba que sí era el escritor que ya había escrito ¡Qué viva la música! que en los próximos días sería publicada. 

Como su novia era Patricia Restrepo, que manejaba el cine club de la Universidad Central, que entonces funcionaba en uno de las salas del Centro cinematográfico, ya hoy desaparecido en la calle 24 entre carreras séptima y octava, entró allí. Compré la entrada, y Andrés Caicedo, esperó, mientras Patricia Restrepo anunciaba la película del ciclo que se exhibía. Se apagaron las luces, y entre las penumbras ellos salieron otra vez de la sala.

Se volvió noticia. El vespertino bogotano, El Espacio, caracterizado periódico de la crónica roja, traía al otro día de su suicidio la noticula, en su interior, donde daba cuenta en el titular, Excentrico escritor se suicida. 

El siguiente sábado, en el quiosco que quedaba en la esquina frente del edificio de El Tiempo, compre en diez pesos la edición original de su novela ¡Qué viva la música! Me dispuse a leerla y lo convertí en todo un acontecimiento personal para mi. En las clases de español y literatura, les pedía a los profesores, leer una novela así, y no esas viejeras literarias de El Alferez Real o la María, nunca me hicieron caso.

Hoy se cumplen 40 años de su suicidio. Andrés Caicedo, creó la frase que después de los 25 años no se merecía vivir. Y realmente no sé, si su obra vaya a pervivir en el tiempo, pues revisándola, es una obra inconclusa, más favorecida por el morbo de su suicido que por la calidad de la misma.
¡Lloveran rayos y centellas!

Otra vez Facebook confundió una foto histórica con un desnudo: en este caso, del Holocausto

Una imagen de un grupo de hombres desnudos y desnutridos en un campo de concentración, publicada por el Día de Conmemoración del Holocausto, fue bloqueada por Facebook que la consideró una imagen impropia
La foto tomada en Mauthausen durante la Segunda Guerra Mundial que fue anulada por Facebook/lanacion.com.ar



 Ya pasó antes (con una foto de Kim Phuc escapando, desnuda, de la explosión de una bomba atómica en Hiroshima), pasó ahora, y probablemente volverá a suceder, mientras  no logre afinar la puntería del algoritmo que analiza las fotos que publican los usuarios de esta red social buscando desnudos.
¿Qué sucedió? María Torres publicó una foto de un grupo de prisioneros de un campo de concentración de Mauthausen, Austria, hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial: desnudos, desnutridos, enfermos. La acompañaba un texto de Mariano Constante, un español un sobreviviente de esos campos de exterminio. La foto y el texto (publicados en el blog de Torres) subió a Facebook el 27 de enero, que es el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto .
Pero para la inteligencia artificial que analiza las imágenes en busca de pezones y cuerpos desnudos, este testimonio del horror nazi era contenido inapropiado, por lo que eliminó el posteo, según publicó Eldiario.es. Después de las quejas (y como sucedió en otras ocasiones) Facebook volvió a reponer el texto y la imagen.

DONDE EL VIENTO AVIVE EL FUEGO DE LA CREATIVIDAD Y EL RESPETO

Se consolida la solidaridad para reconstruir y acompañar a La Casa del Viento
Para que el fuego sólo reavive la creatividad y no la destrucción./Promotora Zuro Riente. 

 Se llevó a cabo, el jueves 26 de enero  la tercera asamblea de solidaridad,  apoyo y participación comunitaria con la integración nutrida  de nuevos gestores  de las localidades de la ciudad, que se acercaron por la convocatoria que se realizó desde las redes sociales, en la sala  Seki  Sano  de la Corporación Colombiano de Teatro. Se narró la historia de 33 años de lucha y autogestión ciudadana comunitaria  del proceso  de la Promotora Cultural Zuro Riente,  gestora del  funcionamiento de La Casa del Viento, objeto del  incendio por manos criminales el pasado 9 de enero como de programar actividades,  en esta sede, en solidaridad y acompañamiento permanente,   que arrancará el 22 de febrero con presentaciones teatrales, musicales, de videos testimoniales  hasta el 25 del mismo que se hará un Foro Polifónico amplio para discutir las políticas públicas de la cultura de la ciudad que se generan desde la administración distrital. Se fijó el 9 de febrero- que se cumple un mes del atentado criminal del incendio- un ritual de desagravio y reconciliación con una programación cultural, donde el viento y su susurro avive el fuego de la creatividad y el respeto, enfatizando en  la consolidación de la paz en todos los territorios.
Se hizo historia en las voces de los gestores comunitarios, Anadelina Amado y Joselino Albino: cómo  desde un grupo de teatro de amigos derivó, con los años, en la autogestión  de talleres para promover las artes desde la acción ciudadana de lo popular como en la edición continuada de la revista El Tizón, donde se contaba el quehacer cultural  como de los textos de poesía y cuentos. Y de diversos colectivos de artistas, actores, escritores que consolidó la promotora. Y se espera una edición extraordinaria como aporte especial debido al atentado del incendio de la Casa del Viento. La lucha- que se mantiene- y el forcejeo institucional con miembros de la Junta de Acción Comunal de la época para constituir la sede en la edificación en deterioro del expendio del cocinol; y así dar  la Promotora Cultural Zuro Riente en  implementar  y consolidar con donaciones,  la Biblioteca Comunitaria Simón El Bolívar, que desde hace veinte años,  se volvió referente cultural de la comunidad del barrio San Vicente Oriental Parte Alta.  También, se emprendió la realización del Festival del Viento y las Cometas que se  mantiene como otro  referente simbólico de la localidad de San Cristóbal desde hace  veinte años.  Y el salto de autogestión cualitativa en el año 2011 al  ampliar y elevar  la sede y construir La Casa del Viento con la colaboración de Arquitectura Expandida, encargada  en Ana López, que lidera  el colectivo de arquitectos y artistas plásticos que mantiene el  solidario acompañamiento con la idea de promover y establecer  memoria  en la reconstrucción estructural de la nueva sede. 

En estos 33 años de historia de vida comunitaria, ha nacido una nueva generación que le está dando continuidad al accionar  de la autogestión,  ahora  en  cabeza de Andrés Bustos  y demás gestores  juveniles y  de nuevos colectivos como Paz a la Calle, Corporación Terrantes  y las radios comunitarias consolidadas en la conectividad del internet como Vox Populi, Lei Gómez en Territorios Luchas  que  generan información alternativa y comunitaria desde y para las redes sociales  que han  aportado sus iniciativas individuales en la reconstrucción de tejido social comunitario, que se ha logrado mediante la alegría colectiva de ser tenaces  en salvaguardar la gestión comunitaria, frente a los enemigos soterrados del vecindario, al vencer el miedo y la indiferencia, con ellos sigue la esperanza de que  prosperará en consolidarse la paz en los territorios, al empezar en los barrios como microcosmos de un país mejor y más incluyente y respetuoso de la público comunitario.