Por Marcelo Del Castillo
Hace unos días, leíamos un libro fascinante donde el personaje central pide ayuda a un escritor para escribir un libro. Paul Morel, así se llama el personaje, se siente angustiado porque no sabe cómo empezar a escribir. Vilela, el escritor, le sugiere que empiece por el principio, o por el medio, o por el final. Morel entonces cita una frase extraída de Alicia en el país de las maravillas que dice: “Empieza por el principio, luego sigue; y hacía el final te detienes, dijo el rey”. El libro, que alguna vez retomaremos, se llama El caso Morel de Rubem Fonseca.
Como Morel me siento hoy: angustiado por contarles, que en el calendario ya han pasado ocho años, desde aquella tarde remota de un sábado donde con la mayor expectativa me acerqué, al Café de los colores y sabores. Así se llamaba entonces el café literario. Recuerdo que a los asistentes nos entregaron sendas copias del programa del semestre, donde al hojearlas pensé “esto es un curso superior de literatura”. Ya porque quien había realizado la propuesta semestral de lecturas era muy ambicioso y por tanto creía que podríamos leer tantos y tantos libros.
Como Morel me siento hoy: angustiado por contarles, que en el calendario ya han pasado ocho años, desde aquella tarde remota de un sábado donde con la mayor expectativa me acerqué, al Café de los colores y sabores. Así se llamaba entonces el café literario. Recuerdo que a los asistentes nos entregaron sendas copias del programa del semestre, donde al hojearlas pensé “esto es un curso superior de literatura”. Ya porque quien había realizado la propuesta semestral de lecturas era muy ambicioso y por tanto creía que podríamos leer tantos y tantos libros.
Ese café lo recuerdo con suma alegría porque esos jóvenes promotores eran unos juguetones totales con el programa de promoción de la lectura como con los textos. Después vinieron otros reemplazos a esos jóvenes promotores como los anteriores, tan juguetones con las lecturas como con las mismas propuestas del programa. Recuerdo que debido a que el Café se llamaba entonces de los sentidos, una tarde lo llevaron al extremo. Nos hicieron sentar, nos dijeron que cerráramos los ojos y atendiéramos sólo a lo que oíamos. Yo percibía, cerrado los ojos, que se arrastraban hierros como cadenas. Seguidamente se oía el característico sonido de envolverse algo mientras en simultánea se oían como ráfagas de latigazos.
Por fin, nos dijeron, que abriéramos los ojos.
Ante nosotros estaba el espectáculo de un joven participante que se había prestado al juego, todo envuelto en plástico y atado con cadenas, mientras la chica, que hacía parte de la coordinación del programa, lanzaba al frente de la cara del asistente, una toalla húmeda que estiraba con un golpe, produciendo los latigazos.
La diversión, el juego y el más puro entretenimiento era lo que valía y el análisis posterior de cómo percibimos el mundo con esos sentidos, por supuesto, desde ellos construimos historias, y que los sentidos nos jueguen, a veces, malas pasadas; ya es asunto de otra situación que roza con la salud de cada uno, pero eso es cuento de otra historia.
Y esos jóvenes promotores sucedieron a otros que no lo eran tanto, porque valga decirlo sinceramente, no tenían pertenencia con el programa, no se apersonaban del espontáneo grupo flotante de participantes a el café literario; y caían sólo en cumplir burocráticamente un horario de dos horas y hasta luego. Me hacía recordar entonces los primeros días de escuela cuando la profesora nos ponía a leer en voz alta y con la falta de destrezas como las tiene todo niño: así yo me sentía con ellos, regresando a la primaria. A pesar de ellos, también leímos.
Fue por esto que no volví un tiempo. Pero regresé como todo hijo prodigo que vuelve al hogar de su padre, en este caso, mi madre: la lectura y su juego lúdico. Me encontré que el coordinador de aquel semestre era ahora otro joven muy proclive a la filosofía y su especulación epistemológica. Nos dio de ella hasta que ya no quisimos más de las mil mesetas del pensamiento y sus rizomas. Pero logró que nos interesáramos por el pensamiento filosófico y sus sesudos análisis del ser en el mundo. Y fue muy interesante porque en el paralelo, al lado de tanta filosofía, aprendimos a encuadernar.
Discurro incesante en mi pensamiento con la fuerza de las palabras, su significado Y su significante y cómo nos dibujan los actos cotidianos del hacer humano de las cosas, y sus contrastes de simetrías válidas, puestas ahí espontáneamente como nos las entrega la realidad. Cuando estábamos entre hilos, agujas, tijeras y papeles en el taller de encuadernación pensaba en las ironías con las palabras: La filosofía sirve para encuadernarla, yo me decía.
Por fin, nos dijeron, que abriéramos los ojos.
Ante nosotros estaba el espectáculo de un joven participante que se había prestado al juego, todo envuelto en plástico y atado con cadenas, mientras la chica, que hacía parte de la coordinación del programa, lanzaba al frente de la cara del asistente, una toalla húmeda que estiraba con un golpe, produciendo los latigazos.
La diversión, el juego y el más puro entretenimiento era lo que valía y el análisis posterior de cómo percibimos el mundo con esos sentidos, por supuesto, desde ellos construimos historias, y que los sentidos nos jueguen, a veces, malas pasadas; ya es asunto de otra situación que roza con la salud de cada uno, pero eso es cuento de otra historia.
Y esos jóvenes promotores sucedieron a otros que no lo eran tanto, porque valga decirlo sinceramente, no tenían pertenencia con el programa, no se apersonaban del espontáneo grupo flotante de participantes a el café literario; y caían sólo en cumplir burocráticamente un horario de dos horas y hasta luego. Me hacía recordar entonces los primeros días de escuela cuando la profesora nos ponía a leer en voz alta y con la falta de destrezas como las tiene todo niño: así yo me sentía con ellos, regresando a la primaria. A pesar de ellos, también leímos.
Fue por esto que no volví un tiempo. Pero regresé como todo hijo prodigo que vuelve al hogar de su padre, en este caso, mi madre: la lectura y su juego lúdico. Me encontré que el coordinador de aquel semestre era ahora otro joven muy proclive a la filosofía y su especulación epistemológica. Nos dio de ella hasta que ya no quisimos más de las mil mesetas del pensamiento y sus rizomas. Pero logró que nos interesáramos por el pensamiento filosófico y sus sesudos análisis del ser en el mundo. Y fue muy interesante porque en el paralelo, al lado de tanta filosofía, aprendimos a encuadernar.
Discurro incesante en mi pensamiento con la fuerza de las palabras, su significado Y su significante y cómo nos dibujan los actos cotidianos del hacer humano de las cosas, y sus contrastes de simetrías válidas, puestas ahí espontáneamente como nos las entrega la realidad. Cuando estábamos entre hilos, agujas, tijeras y papeles en el taller de encuadernación pensaba en las ironías con las palabras: La filosofía sirve para encuadernarla, yo me decía.
Posteriormente apareció un promotor inquieto y muy preocupado, al enterarse que el café funcionaba al garete de sedes momentáneas por entre todos los recovecos de esta majestuosa e inmensa biblioteca, que en el recorrido por tantas sedes ocasionales se puede reconstruir su transcurrir errante, por cada rincón. Pero dónde fue que no estuvimos de aquella trashumancia de ir y venir por las terrazas; por los salones de informática; de estar cómodos y muy bien sentados en la sala de música. Tantas veces estuvimos que pensábamos que allí ya nos quedaríamos. Iluso que es uno. Cuando otra vez nos dijo que ya se iba a acabar esa trashumancia y ahora nos ubicaba en el rincón al fondo de la sala general. Allí permanecimos con los menesteres propios de la lectura en voz alta y los debates que suscitaban los contenidos de esos libros, y llegaba el vigilante a que le bajáramos el volumen a las altas voces discutidoras que rompían el silencio de otros lectores ajenos al café literario. Esa errancia del café a mi me sirvió para conocer más la planta física, que es una maravilla de esta biblioteca.
Fue él el promotor en sentar la base para que el café literario tuviese una sede y pueda operar su transcurrir en un lugar adecuado, y lo hizo al rincón de la sala general. Fueron años intensos, donde él sugirió el nombre que hoy llevamos con orgullo de Bibliófilos.
Pero en este brevísimo y sucinto recuento de la historia del café literario conmigo.De permanecer tantos sábados entre palabras y cafés y su transcurrir de estos años, debo destacar la dulce presencia de una bella joven promotora, que con su labor encomiable y sin fatigas, con su mirada sonriente desarma los espíritus alebrestados y disociadores, de cuya ecuanimidad serena aprendí; y también: aprendimos mucho más de literatura, a saber negociar las diferencias, que en el fondo son puntos de vista distintos sobre lo mismo.
Ella estuvo siempre pendiente de la buena marcha de estos años y supo llevar el barco del café literario al buen puerto, donde hoy precisamente, nos convoca y se inicia un nuevo ciclo de Bibliófilos, desde la autonomía comunitaria de los usuarios que somos todos los asistentes presentes, como de los que vendrán después de nosotros.
Natalia logró aunar su esfuerzo individual para convencernos que su presencia es más útil y necesaria entre los más jóvenes para que se apropien de las herramientas, que ella entrega generosamente; y así después continuar, no sólo este café literario de Bibliófilos, sino los suyos propios de ese futuro humano en crecimiento que son los niños y jóvenes de esta comunidad bogotana. Su presencia de guía y moderadora nos va hacer falta, mucha falta, para iluminarnos con su saber de especialista en literatura, y el espacio de su ausencia presente, trataremos de llenarlo poco a poco, todos de algún modo. Siempre la recordaremos, emocionados y nostálgicos.
Una reflexión final
El espacio ha servido para que muchos de nosotros aprendamos a disentir con la palabra, a saber que nunca estaremos de acuerdo, porque entre gustos y colores, jamás habrá consenso; pero si, que mediante una respuesta de disentimiento, no conlleva un arrastre de animosidad al otro, sino al contrario, y sobre todo, a saber aprender a oír al otro, a crear con él esa diversidad que es lo rico y enriquecedor de la vida, esa individualidad compleja e inacabada de lo que es la diferencia, que constituye un ser humano, tan lleno de esperanza como de pasado; de ese pasado que tantas veces nos deslumbra un autor al iluminarnos el mundo donde todos y sin distingos, somos partícipes donde también pedimos a gritos, la elocuente necesidad de ser comprendidos, que está en las novelas que tanto reflejan el mundo real y a veces aburrido, que vivimos, rumiando en nuestra más ruidosa y angustiosa soledad.
Muchas gracias
Pero en este brevísimo y sucinto recuento de la historia del café literario conmigo.De permanecer tantos sábados entre palabras y cafés y su transcurrir de estos años, debo destacar la dulce presencia de una bella joven promotora, que con su labor encomiable y sin fatigas, con su mirada sonriente desarma los espíritus alebrestados y disociadores, de cuya ecuanimidad serena aprendí; y también: aprendimos mucho más de literatura, a saber negociar las diferencias, que en el fondo son puntos de vista distintos sobre lo mismo.
Ella estuvo siempre pendiente de la buena marcha de estos años y supo llevar el barco del café literario al buen puerto, donde hoy precisamente, nos convoca y se inicia un nuevo ciclo de Bibliófilos, desde la autonomía comunitaria de los usuarios que somos todos los asistentes presentes, como de los que vendrán después de nosotros.
Natalia logró aunar su esfuerzo individual para convencernos que su presencia es más útil y necesaria entre los más jóvenes para que se apropien de las herramientas, que ella entrega generosamente; y así después continuar, no sólo este café literario de Bibliófilos, sino los suyos propios de ese futuro humano en crecimiento que son los niños y jóvenes de esta comunidad bogotana. Su presencia de guía y moderadora nos va hacer falta, mucha falta, para iluminarnos con su saber de especialista en literatura, y el espacio de su ausencia presente, trataremos de llenarlo poco a poco, todos de algún modo. Siempre la recordaremos, emocionados y nostálgicos.
Una reflexión final
El espacio ha servido para que muchos de nosotros aprendamos a disentir con la palabra, a saber que nunca estaremos de acuerdo, porque entre gustos y colores, jamás habrá consenso; pero si, que mediante una respuesta de disentimiento, no conlleva un arrastre de animosidad al otro, sino al contrario, y sobre todo, a saber aprender a oír al otro, a crear con él esa diversidad que es lo rico y enriquecedor de la vida, esa individualidad compleja e inacabada de lo que es la diferencia, que constituye un ser humano, tan lleno de esperanza como de pasado; de ese pasado que tantas veces nos deslumbra un autor al iluminarnos el mundo donde todos y sin distingos, somos partícipes donde también pedimos a gritos, la elocuente necesidad de ser comprendidos, que está en las novelas que tanto reflejan el mundo real y a veces aburrido, que vivimos, rumiando en nuestra más ruidosa y angustiosa soledad.
Muchas gracias
palabras pronunciadas con motivo de la entrega del espacio de Bibliófilos a la comunidad literaria de escritores y lectores de la Biblioteca Pública Virgilio Barco, en Bogotá, Colombia, el viernes 5 de febrero de 2010.
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